mercredi 11 janvier 2012

Guantánamo, mi pesadilla

Lakhdar Boumediene لخضر بومدين
Traducido por  Ana Atienza, Tlaxcala

Lakdar Bumedien fue el principal demandante en el caso Bumedien contra Bush, juzgado por el Tribuinal Supremo de EE.UU. Ha estado encarcelado en el campo de detención militar usamericano de la Bahía de Guantánamo desde 2002 hasta 2009.

El próximo miércoles 11 se cumplirán diez años de la apertura del campo de detención estadounidense de la Bahía de Guantánamo. Durante siete de ellos permanecí retenido allí sin explicación y sin acusación alguna. Durante ese tiempo mis hijas estuvieron creciendo sin mí. Cuando me encarcelaron empezaban a andar, y jamás les permitieron visitarme ni hablar conmigo por teléfono. La mayoría de sus cartas se les devolvían con la anotación "Undeliverable" (imposible de entregar), y las pocas que recibí estaban censuradas de una manera tan exhaustiva y absurda que se perdían sus mensajes de cariño y apoyo.


Algunos políticos estadounidenses dicen que los que están en Guantánamo son terroristas, pero yo jamás lo fui. Si me hubieran llevado ante un tribunal cuando me capturaron, las vidas de mis hijas no habrían quedado destrozadas, y mi familia no habría sido abocada a la pobreza. Hasta que el Tribunal Supremo de Estados Unidos no ordenó al gobierno que defendiera sus acciones ante un juez federal no pude limpiar mi nombre y volver a reunirme con ellas.

En 1990 salí de Argelia para trabajar en el extranjero. Mi familia y yo nos trasladamos a Bosnia-Hercegovina en 1997 a petición de la organización donde trabajaba, la Media Luna Roja de los Emiratos Árabes Unidos. Trabajé en las oficinas de Sarajevo como director de ayuda humanitaria para niños que habían perdido a su familia a raíz de la violencia desatada durante los conflictos de los Balcanes. En 1998 me convertí en ciudadano bosnio. Vivíamos bien, pero todo eso cambió a partir del 11S.

Cuando llegué al trabajo en la mañana del 19 de octubre de 2001 me estaba esperando un agente de inteligencia. Me pidió que le acompañara para responder a unas preguntas, cosa que hice voluntariamente, pero después me dijeron que no podía irme a casa. Estados Unidos había pedido a las autoridades locales que me detuvieran junto a otros cinco hombres. Por entonces había informes según los cuales Estados Unidos creía que yo estaba planeando volar su embajada en Sarajevo. Pero jamás se me había pasado eso por la cabeza, ni siquiera por un segundo.

Desde el principio estaba claro que Estados Unidos había cometido un error. Las máximas instancias judiciales de Bosnia investigaron las alegaciones estadounidenses y encontraron que no existía ninguna prueba contra mí, con lo que ordenaron mi puesta en libertad. Sin embargo, en el momento en que me liberaron, agentes estadounidenses nos capturaron a mí y a los otros cinco. Nos ataron como a animales y nos llevaron en avión a Guantánamo, la base naval estadounidense en Cuba. Llegué allí el 20 de enero de 2002.

Todavía confiaba en la justicia estadounidense. Creía que mis captores se darían cuenta rápidamente de su error y me dejarían marchar. Sin embargo, como no daba a mis interrogadores las respuestas que querían --¿y cómo iba a hacerlo, si no había hecho nada malo?--, empezaron a actuar de una manera cada vez más brutal. Me mantenían despierto a lo largo de muchos días seguidos. Me obligaban a permanecer durante horas en posiciones dolorosas. Pero no quiero escribir sobre estas cosas; lo único que quiero es olvidar.

Durante dos años me declaré en huelga de hambre porque nadie me decía por qué estaba encarcelado. Dos veces al día, mis captores me metían un tubo por la nariz hasta la garganta y el estómago para meterme comida. El sufrimiento era insoportable, pero yo era inocente y por eso mantuve mi protesta.

En 2008, mi demanda de un proceso legal justo consiguió llegar al más alto tribunal estadounidense. En una resolución que lleva mi nombre, el Tribunal Supremo declaró que “las leyes y la Constitución están diseñadas para sobrevivir y mantener su vigencia en momentos extraordinarios”. Dictaminó que los prisioneros como yo, por graves que fueran las acusaciones, teníamos derecho a un juicio. Así pues, el Tribunal Supremo reconoció una verdad básica: el gobierno comete errores. Y declaró eso porque “la consecuencia del error puede ser la detención de personas durante el período que duren las hostilidades, periodo que puede prolongarse durante una generación o más, y ése es un riesgo demasiado importante como para no tenerlo en cuenta”.

Cinco meses después, el juez Richard J. Leon, del Juzgado Federal de Primera Instancia de Washington, revisó todos los argumentos presentados para justificar mi encarcelamiento, entre los que se incluía información secreta que yo jamás había visto u oído. El gobierno abandonó su acusación sobre la trama para poner la bomba en la embajada justo antes de que el juez pudiera oírla. Tras la audiencia, el juez ordenó al gobierno que nos pusiera en libertad a mí y a otros cuatro hombres que habían sido detenidos en Bosnia.

Jamás olvidaré el momento en que estaba sentado junto a esos cuatro hombres en una sórdida habitación en Guantánamo, escuchando por un altavoz que se oía mal al juez Leon mientras leía su sentencia en un tribunal de Washington. Rogó al gobierno que no presentara apelaciones, porque “siete años de espera para que nuestro sistema jurídico les dé respuesta a una pregunta tan importante es, a mi juicio, más que suficiente”. Por fin me pusieron en libertad el 15 de mayo de 2009.

Hoy vivo en la Provenza con mi mujer y mis hijos. Francia nos ha ofrecido un hogar y la posibilidad de comenzar de nuevo. He experimentado el placer de reunirme con mis hijas y, en agosto de 2010, la alegría de dar la bienvenida a un nuevo hijo, Yusef. Estoy aprendiendo a conducir, voy a clases de formación profesional y estoy rehaciendo mi vida. Espero volver a trabajar ayudando a otras personas, pero hasta el momento el haber pasado siete años y medio como prisionero en Guantánamo significa que sólo unas pocas organizaciones de derechos humanos se han planteado en serio contratarme. No me gusta pensar en Guantánamo. Mis recuerdos están llenos de dolor. Pero quiero que se conozca mi historia porque todavía siguen allí 171 hombres. Entre ellos se encuentra Belkacem Bensayá, que fue capturado en Bosnia y enviado a Guantánamo conmigo.

Alrededor de 90 prisioneros han conseguido que se les permita salir de Guantánamo. Algunos provienen de países como Yemen, que Estados Unidos considera inestable, o como Siria y China, donde se enfrentarían a torturas en caso de ser repatriados. Así pues, siguen estando cautivos y sin poder vislumbrar un final, pero no porque sean peligrosos o hayan atacado a Estados Unidos, sino porque el estigma de Guantánamo significa que no tienen dónde ir, y Estados Unidos no piensa acoger a ninguno de ellos.

Tengo entendido que mi caso ante el Tribunal Supremo se estudia ahora en las facultades de derecho. Quizás algún día eso me produzca satisfacción, pero mientras Guantánamo siga abierto y permanezcan allí hombres inocentes, mis pensamientos estarán con los que se han quedado en ese lugar de sufrimiento y de injusticia.

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